Alvaro Uribe se ha convertido en rehén, no de las FARC sino de sus propias inconsecuencias y lo que es peor para él: de la historia. Colocado en una coyuntura excepcional en la que le era suficiente sumarse a las positivas corrientes que se abren paso en la región y participar en un renacer general, optó por el papel de pato feo para convertirse en traficante de almas.
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Por insólito que parezca en pleno siglo XXI cuando la humanidad se adentra en debates acerca de unos grados de más en el clima planetario, se estremece ante el futuro de los osos polares y se angustia por el destino de arañas que habitan en las selvas de Borneo, en América Latina, se utilizan personas como monedas de cambio en repugnantes cábalas políticas.
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Más extraño aun es que cuando aparece un hombre como Hugo Chávez bien intencionado y con capacidad de convocatoria para allegar las partes, promover el afecto de los detenidos, la esperanza de los familiares y la flexibilidad de los captores, llegando a poner a punto una solución aceptable para todas las partes, el máximo responsable de la tragedia, Alvaro Uribe se convierte en un obstáculo.
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Es cierto que además de Uribe, los jefes guerrilleros son partes en este insólito episodio y aunque su posición difícilmente disfrute de consenso general, lo obvio es que Uribe y no Marulanda es el presidente de todos los colombianos, la cabeza visible del Estado y el responsable por la seguridad de sus compatriotas. Paradójicamente, de él vino el injustificado exabrupto que puso fin a la mediación del líder bolivariano y fulminó las esperanzas de detenidos y familiares.
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Ante una tragedia humana, con profundas connotaciones éticas, arrastrada por años sin que se vislumbraran esperanzas, en el momento en que aparece una figura limpia y creíble, como la del presidente venezolano que asume la tarea con la buena fe, energía y transparencia características y, que actuando en un perfil estrictamente humanitario, logró un clima de confianza y avenencia, el presidente de Colombia que debiera ser el más interesado en arribar a un final feliz, desautoriza al mediador y hace retroceder la gestión.
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Al relegar a Chávez, un mediador insospechable de ceder a manipulaciones políticas de ningún tipo y de prestarse a arreglos que signifiquen ventajas para alguna de las partes, excepto para las victimas, Uribe descartó la mejor oportunidad y probablemente la única opción viable; prefiriendo servir de instrumento a especulaciones y oscuras combinaciones.
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Cuando ya se había consumado le negativa de Uribe, en gesto de buena voluntad, las FARC intentaron hacer llegar al presidente Chávez las pruebas de que los rehenes por cuya libertad se trabajaba, están vivos y vale la pena seguir adelante, gestión que también el mandatario colombiano hizo fracasar y manipuló en provecho de su inexplicable posición.
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Más recientemente y sin que nadie pueda impedirlo, al acceder a la liberación de tres de los detenidos, entre ellos un niño, las FARC ofrecen una nueva muestra de buena voluntad y relanzan la gestión de Chávez que, habilitado por el mandato de los familiares y avalado internacionalmente vuelve a ser una esperanza, ofreciendo al gobierno colombiano una oportunidad de retomar el camino correcto.
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El fondo del problema puede ser que, efectivamente, avanzar hacía la paz no sea para Uribe y su administración una prioridad y ni siquiera un interés. Una normalización de la situación en Colombia permitiría caminar hacía la solución de los problemas asociados a la droga y el narcotráfico internacional y colocaría sobre bases nuevas la relación con Estados Unidos, que con la excusa de la guerra y la lucha antiterrorista, inyecta cientos de millones de dólares a los circuitos más corruptos de la vida nacional colombiana.
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Por otra parte, al sumarse a las campañas internacionales contra Chávez, Uribe hace meritos ante Estados Unidos, pasando por alto que, en algún momento, como ya hicieron antes con connotados personajes de la vida política latinoamericana, los norteamericanos pudieran aplicarle la receta de la naranja exprimida.
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Para Uribe lo más sencillo y razonable era hacer lo que públicamente, sin falsos orgullos y con genuina compasión por los detenidos de todas las partes, le pidió Chávez: “Déjame hablar con Marulanda…” De haber accedido a un ruego con el que no podía perder nada, hubiera puesto fin al sufrimiento de los cautivos y colocado a su país en una senda de paz.
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Como para probar que la historia puede ser generosa, a Uribe le queda todavía la oportunidad de probar su humanidad.
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Por: Jorge Gómez Barata para ARGENPRESS