El desafío es superar los sectarismos y construir entre todos y todas, reuniendo las diversidades, el gran sueño compartido de un Chile socialista, de una Argentina socialista, de una América Latina socialista, de un mundo socialista. Otro mundo es posible y necesario: el mundo por el que Miguel Enríquez y sus compañeros dieron generosamente la vida.
Néstor Kohan Argentina
Ya es hora de decirlo claramente. Como tantos otros militantes de nuestra América, Miguel Enríquez [1944-1974] ha ingresado por la puerta grande en lo más original del marxismo latinoamericano. Hijo político del Che Guevara y, por eso mismo, hermano de nuestro Mario Roberto Santucho, Miguel pertenece a esa gloriosa familia continental que también integran Luis Emilio Recabarren, José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella, Farabundo Martí, Fidel Castro, Carlos Fonseca, Roque Dalton, Carlos Marighella, Silvio Frondizi, Turcios Lima, Inti Peredo, Raúl Sendic, Camilo Torres y Tamara Bunke, entre muchísimos más.
Que el aniversario treinta de su caída sirva no solo para recordarlo con cariño y orgullo en su querido país, sino también para aprender de él, de su pensamiento, de su ejemplo y de su lucha en toda América Latina y el mundo.
Un joven rebelde que interviene sin pedir permiso
Miguel vivió la lucha revolucionaria de su pueblo como un joven rebelde. No solamente por su corta edad, sino además por su mente abierta y su desafío de las jerarquías establecidas en la derecha y también en la izquierda.
Su vida política juvenil fue meteórica. Vivió joven y, lamentablemente, murió joven. Apenas había cumplido los 30 (treinta) años cuando la muerte en combate lo encontró dignamente donde tenía que estar. Del lado del pueblo, de cara al enemigo, enfrentando a la dictadura de Pinochet.
¡Sí, Miguel tenía apenas tenía treinta años! Parece mentira. (No olvidemos que Julio Antonio Mella, el fundador del primer Partido Comunista cubano, fue asesinado en su exilio mexicano cuando apenas tenía 25 años...). Y pensar que ya a esa edad había desarrollado todo un pensamiento teórico propio y una acción política encaminada a concretarlo.
Deberían tenerlo en cuenta algunos ex revolucionarios, arrepentidos o quebrados, cansados de luchar y de confrontar, que apelando a su prestigio del pasado hoy se pliegan al poder subestimando con soberbia a las nuevas generaciones de militantes rebeldes que se están formando en la búsqueda de un nuevo camino revolucionario. Esos mismos que, tan lejanos de la humildad de Miguel y de Robi, del Che y de Fidel, en lugar de ayudar a las nuevas generaciones a construir un camino propio, de alentarlas en la rebelión contra el sistema, de transmitirles la experiencia del pasado (incluso si fue derrotada), están más preocupados por lustrar su propio ego y mirar su propio ombligo.
La tarea urgente de nuestros días presupone revertir lo que el genocidio militar intenta implementar: el olvido sistemático y la pérdida de identidad rebelde. Si a comienzos del siglo XX ser de vanguardia implicaba romper con todo pasado y toda tradición, actualmente, después del genocidio, no hay nada más de vanguardia que recuperar la tradición revolucionaria olvidada y superar el vacío entre la generación de Miguel y la actual.
En el año en que se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Miguel tenía 21 años. Cuando se convierte en su secretario general contaba con 23. Su hermano argentino, Robi Santucho, tenía 29 años cuando se funda el PRT y apenas llegaba a 40 cuando muere de igual manera que Miguel. Ernesto ni siquiera había cumplido los 40 cuando fue asesinado por órdenes de la CIA y el Ejército boliviano en La Higuera. Toda una generación latinoamericana de jóvenes que no pidieron permiso para pensar, para cuestionar, para hablar, para estudiar, para militar y actuar, para amar. ¿Por qué tres décadas después las nuevas generaciones van a tener que presentarse sumisamente, esperando la palmadita en la espalda, para recién allí abrir la boca? A pesar de su escandalosa juventud, Miguel se animó a desoír los consejos “realistas” y a cuestionar a los “experimentados” reformistas de su tiempo. Hay que aprender de su ejemplo...
El doble desafío
La práctica política del MIR y de Miguel Enríquez ubicaron en el centro del debate la doble tarea que los revolucionarios tienen por delante si pretenden lograr eficacia en su accionar contra el sistema capitalista: crear, construir y desarrollar la independencia política de clase y, al mismo tiempo, la hegemonía socialista.
En la historia latinoamericana, quienes solo pusieron el esfuerzo en la creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización. Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero que no pocas veces cayeron en el sectarismo. Una enfermedad recurrente y endémica por estas tierras. Quienes, en cambio, privilegiaron exclusivamente la construcción de alianzas políticas e hicieron un fetiche de la unidad a toda costa, con cualquiera y sin contenido, soslayando o subestimando la independencia política de clase, terminaron convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía (“nacional”, “democrática” o como quiera llamársela), cuando no fueron directamente cooptados por alguna de sus fracciones institucionales.
Una de las grandes enseñanzas políticas de Miguel y de todos aquellos y aquellas que entregaron su vida por el sueño más noble de todos los que podamos imaginar, la creación del socialismo, es que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en forma complementaria y hacerlo, si se nos permite el término —que ha sido bastardeado y manipulado hasta el límite—, de modo dialéctico. Es decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por los distintos proyectos burgueses en danza —sean ultrarreaccionarios o “progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos como para ir quebrando el bloque de poder burgués y sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio autónomo de poder. Y eso no se logra sin construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas, oprimidas y marginadas.
No confiar en el imperialismo pero... ni un tantito así
Miguel y sus compañeros también contribuyeron a esclarecer la necesaria e íntima imbricación entre las luchas populares de los movimientos sociales latinoamericanos —desde las reivindicaciones más elementales de las poblaciones hasta las más elevadas como la lucha por el socialismo— con la cuestión del antimperialismo. No puede haber en nuestra América ni ejercicio de la democracia real, si soberanía nacional genuina ni socialismo auténtico que no se plantee al mismo la lucha antimperialista. No son “etapas” rígidas y distintas ni aspectos escindibles. Son fases de un mismo proceso de lucha.
Ese pensamiento tan característico de Miguel también resulta aleccionador para los debates teóricos y políticos contemporáneos. Tanto frente a quienes reducen las luchas latinoamericanas actuales únicamente a la contradicción entre imperialismo y nación (negando cualquier otro tipo de contradicción en el medio) como frente a quienes, en el polo opuesto, pretenden enterrar por decreto filosófico posmoderno la existencia de la dependencia, del imperialismo y de su dominación guerrerista y genocida.
Un buen ejemplo de la primera posición lo constituyen aquellas corrientes que apoyan el actual proceso de lucha y resistencia antimperialista de Venezuela, pero tratando por todos los medios de frenar dicho proceso, de “aconsejar” a Hugo Chávez y su movimiento bolivariano que lo mejor sería de aquí en más optar por la estrategia de una supuesta “tercera vía” —ni capitalismo neoliberal ni tampoco socialismo.
Un ejemplo sumamente expresivo del otro polo de la ecuación lo constituyen aquellos otros que, seducidos por la promoción mediática de libros como Imperio de Negri y Hardt, creen ilusoriamente que hoy las banderas y las tareas antimperialistas ya están viejas, ya no sirven, pues pertenecen al pasado de los dinosaurios de izquierda.
Miguel Enríquez nos enseña —no solo a las hermanas y hermanos chilenos sino a todas y todos los latinoamericanos— que no habrá “democracia radical” ni democracia real, ni socialismo ni independencia nacional duradera sino se lucha y confronta al mismo tiempo contra el imperialismo. Este último sigue existiendo, está vivito y coleando, y cada día, más allá de la frivolidad de la literatura posmoderna y posestructuralista a la moda, se vuelve más agresivo y guerrerista que nunca antes en la historia.
¿Burguesías progresistas? ¿Capitalismos nacionales?
Miguel, siguiendo fielmente las enseñanzas del Che, siempre descreyó del “progresismo” discursivo de las burguesías vernáculas y de su supuesta capacidad para enfrentar realmente al imperialismo. Él había llegado a la conclusión, como muchos de los compañeros de su generación, que las burguesías autóctonas son parte funcional del engranaje de dominación, aun cuando utilicen los fuegos de artificio verbales, seudo nacionalistas y seudodemocráticos, para institucionalizar las protestas y neutralizar toda disidencia radical.
Seamos sinceros. Preguntémonos con una mano en el corazón: ¿Qué pensaría actualmente Miguel Enríquez de Lagos? ¿Y de Kirchner?
Enfrentando ideológicamente a quienes se proponían tejer alianzas con la burguesía “nacional” y sus expresiones institucionales, Miguel creía que el sujeto de las transformaciones sociales latinoamericanas no podían ni debían ser los “empresarios buenos”, aquellos que producen, por oposición a los “empresarios malos”, los que especulan. No hay capitalismo bueno y capitalismo malo, capitalismo con rostro humano y capitalismo con cara monstruosa. Hay capitalismo. Hay imperialismo. Miguel lo sabía perfectamente. Nunca se confundió.
Polemizando con quienes promovían un proceso rígido de etapas separadas para la revolución chilena, Miguel sostenía que la lucha por el socialismo no podía quedar relegada para un más allá inescrutable y lejano. Si bien el socialismo no puede hacerse por decreto y en forma repentina, cuando a cada uno se le dé la gana, tampoco debe ser reemplazado en nuestra lucha únicamente por “la democracia”, por más progresista que esta fuera, o por la muchas veces genérica e indeterminada “liberación”.
Con el corazón y las entrañas en Cuba y la cabeza en el propio país
Miguel, como muchos otros miembros de esa familia de revolucionarios continentales que mencionamos al comienzo, también nos dejó una lectura creadora, inteligente y antidogmática de la Revolución cubana. Aunque amaba a Cuba —tanto como nosotros— y visitó numerosas veces la Isla rebelde que todavía hoy desafía a Goliat, se negó a transformar la adhesión al proceso de lucha y resistencia continental abierto por la Revolución cubana en una fórmula cristalizada. Nada más ajeno al pensamiento político de Fidel y el Che que un dogma cosificado.
Al mismo tiempo el MIR, bajo liderazgo de Miguel, supo combinar la defensa intransigente de la herencia insumisa de Fidel y el Che con una política específica para el propio país, que tuviera en cuenta la dinámica que asume la lucha de clases interna y la batalla antimperialista en la propia sociedad. Nada más lejano del espíritu antidogmático de la revolución inspirada en José Martí que confundir las necesidades diplomáticas del estado cubano —impuestas por el bloqueo y la geopolítica del imperialismo— con la política específica que deben llevar adelante las fuerzas revolucionarias dentro de cada país latinoamericano.
Miguel y sus compañeros fueron entusiastas defensores del socialismo. Jamás se dejaron arrastrar, pero ni por un solo segundo, al anticomunismo disfrazado de “progresismo”. Tenían la brújula bien puesta y en su lugar. No obstante, marcaron serias distancias frente a los regímenes del llamado “socialismo real” del Este europeo. Un buen ejemplo de esto puede corroborarse leyendo la declaración que el MIR publica rechazando en 1968 la invasión soviética a Checoslovaquia.
La solidaridad internacionalista no podía ser motivo para apoyar posiciones indefendibles.
¡Cuánta lucidez! ¡Qué falta nos hace hoy, cuando más de uno pretende encubrir su completa subordinación política a diversos gobiernos burgueses seudoprogresistas y proyectos económicos dependientes apelando —para legitimarse— al nombre de Cuba o, más recientemente, al de Venezuela. Hace mucho tiempo Miguel había advertido la falacia implícita en ese tipo de operación política que utiliza mezquinamente el prestigio de Cuba para hacerse autopropaganda y autobombo. La mejor manera de defender del imperialismo a Cuba y su hermosa Revolución es luchando contra el imperialismo y por la revolución en cada país y en todo el mundo.
¿Por qué cayó el compañero Salvador Allende?
"Yo no me muevo de aquí [Palacio de la Moneda,día del golpe de estado], cumpliré hasta mi muertela responsabilidad de presidente que el pueblo meha entregado. Ahora es tu turno Miguel…".
Salvador Allende
(Testimonio de su hija Beatriz Allende)
Uno de los elementos más polémicos y discutidos que han rodeado el nombre del MIR y de Miguel Enríquez tiene que ver con el derrocamiento de Allende.
Miguel explicaba pacientemente que la caída del compañero Salvador Allende —ambos se tenían un profundo y merecido respeto personal— no fue obra de dos supuestos “extremos”. O, para decirlo en el típico lenguaje de la derecha argentina, de “dos demonios”. Por un lado, el demonio de la extrema derecha autoritaria: Pinochet y sus FFAA, comandados por EE.UU. Por el otro, el demonio de la extrema izquierda, impaciente e infantil: el MIR, los cordones obreros industriales, las tomas de tierras, etc.
¡No! Esa leyenda que algunos segmentos de la izquierda europea se encargaron interesadamente de propagandizar —para así legitimar el “compromiso histórico”, por ejemplo en Italia, con la Democracia Cristiana— no era realista.
Las fuerzas revolucionarias que empujan y actúan para profundizar los procesos populares no son la causa de la represión o las derrotas cuando ellas ocurren. Miguel Enríquez, como el Che Guevara, no se cansaba de repetirlo: las transformaciones que no avanzan, retroceden y caen. La Revolución cubana pasó a la historia porque eligió el camino inverso de la claudicación. Cuando en Cuba la derecha presionaba y el imperialismo se endurecía, Fidel Castro apretó el acelerador. Hoy Venezuela se encuentra ante la misma disyuntiva histórica. Errónea lectura realizan aquellos que quieren extraer como corolario de Venezuela la peregrina idea de que Chávez debe recurrir a un tercer camino intermedio entre el neoliberalismo y una perspectiva antimperialista de socialismo.
Miguel planteaba, una y otra vez, que la verdadera fuerza del gobierno de Allende, radicaba en el poder autónomo de la clase obrera y el pueblo pobre. Grave equivocación —trágica, sangrienta, incluso para los mismos que la propiciaban— la de creer que cediendo terreno a los militares chilenos, incluso incorporándolos al gabinete de la Unidad Popular, se iba a detener el golpe. Hoy ya todo está claro. Pero Miguel y su corriente lo plantearon en aquella época, mientras estaba sucediendo.
Cabe aclarar que cuando Miguel hablaba de “poder autónomo” no quería decir poder contra Allende, todo lo contrario. Poder autónomo significaba poder independiente del estado burgués y sus instituciones políticas de dominación “democrática”.
¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?
A lo largo de su corta e intensa vida política Miguel siempre destacó en primer plano la cuestión del poder. Ese es el primer problema de toda revolución. En tiempos de Allende y en nuestra época.
¡Cuanta vigencia tienen hoy sus reflexiones! Sobre todo cuando en algunas corrientes del movimiento de resistencia mundial contra la globalización capitalista han calado las erróneas ideas de que “no debemos plantearnos la toma del poder”. Erróneas ideas que vuelven a instalar, con otro lenguaje, con otra vestimenta, con otras citas prestigiosas de referencia, la añeja y desgastada estrategia de la “vía pacífica al socialismo” que tanto dolor y tragedia le costó al pueblo de Chile. En primer lugar, al heroico y entrañable compañero Salvador Allende, honesto y leal propiciador de aquella estrategia.
Existe un hilo —no rojo, sino más bien amarillo— de continuidad entre: (a) aquella doctrina soviética promocionada desde Moscú a partir de 1956 de la “transición pacífica al socialismo” (nacida junto con la doctrina de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo); (b) la doctrina eurocomunista del “compromiso histórico” con el estado burgués y sus instituciones; (c) la estrategia del “camino pacífico —sin tomar el poder— al socialismo” experimentada en Chile a partir de 1970 y (d) la actual renuncia a toda estrategia de poder.
Entre (a), (b), (c) y (d) hay denominadores comunes, las raíces políticas son convergentes. Aunque en nuestros días esa vieja doctrina se presenta en una bandeja teóricamente más atractiva, de modo mucho más pulido y seductor (cargada de términos libertarios, por ejemplo, o apelando a la indeterminación de una genérica “sociedad civil”) que la impresentable y tosca doctrina soviética de 1956 o la endeble doctrina institucional italiana de los ’70.
Por eso mismo, volver a rescatar la reflexión política de Miguel Enríquez sobre el problema del poder, realizada no desde un Estado burocrático envejecido ni desde un cómodo sillón académico universitario, sino desde una práctica política vivida al máximo de intensidad en los años de la gran esperanza chilena, constituye un elemento de aprendizaje insustituible e imprescindible para las nuevas generaciones de militantes.
Polémica, respeto, diversidad y unidad
A la hora de pensar el poder y de tratar de salvar a Allende del golpe de estado, Miguel supo ver algo que no siempre está a la vista: el carácter de clase del estado burgués. Detrás de las declaraciones “constitucionalistas” de las Fuerzas chilenas de Seguridad, había una clase social enemiga irreconciliable del socialismo, sea del moderado o del radical. De todo socialismo. Miguel no se dejó engatusar por la profesión de fe “democrática” o “nacional” de los militares del régimen, educados en las Escuelas norteamericanas de contrainsurgencia. Los asesinos de Chile, sus asesinos.
Pero, leído aquel proceso de discusiones políticas desde hoy en día, resulta interesante observar que Miguel polemizaba con las corrientes chilenas más proclives al reformismo —las que en la práctica no veían el carácter de clase del poder del estado, aunque sí lo hicieran en el discurso teórico— de modo sumamente respetuoso.
Aunque algunos de sus dirigentes injuriaban afirmando que los militantes del MIR tenían “una cabeza calenturienta” (sic) o, incluso, después de septiembre de 1973, difundieron por Europa la ya mencionada versión de que el golpe de Pinochet y la caída del gobierno de la Unidad Popular fue posible gracias a “la ultraizquierda del MIR”, Miguel mantuvo la calma, la serenidad y la altura propia de un revolucionario. Sabía perfectamente que no se trataba de “refutar” esas infamias, que pretendían esconder con un malabarismo verbal el fracaso rotundo de la estrategia reformista y la tragedia de haber intentado implementar en América Latina la teoría soviética-eurocomunista del “tránsito pacífico” al socialismo dejando intacta la institucionalidad burguesa.
En lugar de contestar insulto con insulto, infamia con infamia, la tarea era sumar, incluso a los reformistas. El desafío consiste en construir la unidad imprescindible de las izquierdas para derrocar a la dictadura y abrir un camino para la revolución socialista.
Miguel y sus compañeros del MIR sabían distinguir entre el militante ganado por el reformismo y su línea política. El problema es la línea, la táctica y la estrategia. Un mismo militante puede defender las posiciones más mediocres y pusilánimes a partir de una línea reformista como las tareas más heroicas a partir de una línea revolucionaria. Por lo tanto, no tenía sentido —ni lo tiene hoy— insultar a un compañero o a una compañera de otra organización con la que se comparte la lucha. El debate debe ser político, no personal. Debe apuntar a explicar, argumentar y convencer con respeto, no a lastimar ni a ofender.
El desafío es superar los sectarismos y construir entre todos y todas, reuniendo las diversidades, el gran sueño compartido de un Chile socialista, de una Argentina socialista, de una América Latina socialista, de un mundo socialista.
Que el aniversario treinta de su caída sirva no solo para recordarlo con cariño y orgullo en su querido país, sino también para aprender de él, de su pensamiento, de su ejemplo y de su lucha en toda América Latina y el mundo.
Un joven rebelde que interviene sin pedir permiso
Miguel vivió la lucha revolucionaria de su pueblo como un joven rebelde. No solamente por su corta edad, sino además por su mente abierta y su desafío de las jerarquías establecidas en la derecha y también en la izquierda.
Su vida política juvenil fue meteórica. Vivió joven y, lamentablemente, murió joven. Apenas había cumplido los 30 (treinta) años cuando la muerte en combate lo encontró dignamente donde tenía que estar. Del lado del pueblo, de cara al enemigo, enfrentando a la dictadura de Pinochet.
¡Sí, Miguel tenía apenas tenía treinta años! Parece mentira. (No olvidemos que Julio Antonio Mella, el fundador del primer Partido Comunista cubano, fue asesinado en su exilio mexicano cuando apenas tenía 25 años...). Y pensar que ya a esa edad había desarrollado todo un pensamiento teórico propio y una acción política encaminada a concretarlo.
Deberían tenerlo en cuenta algunos ex revolucionarios, arrepentidos o quebrados, cansados de luchar y de confrontar, que apelando a su prestigio del pasado hoy se pliegan al poder subestimando con soberbia a las nuevas generaciones de militantes rebeldes que se están formando en la búsqueda de un nuevo camino revolucionario. Esos mismos que, tan lejanos de la humildad de Miguel y de Robi, del Che y de Fidel, en lugar de ayudar a las nuevas generaciones a construir un camino propio, de alentarlas en la rebelión contra el sistema, de transmitirles la experiencia del pasado (incluso si fue derrotada), están más preocupados por lustrar su propio ego y mirar su propio ombligo.
La tarea urgente de nuestros días presupone revertir lo que el genocidio militar intenta implementar: el olvido sistemático y la pérdida de identidad rebelde. Si a comienzos del siglo XX ser de vanguardia implicaba romper con todo pasado y toda tradición, actualmente, después del genocidio, no hay nada más de vanguardia que recuperar la tradición revolucionaria olvidada y superar el vacío entre la generación de Miguel y la actual.
En el año en que se funda el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Miguel tenía 21 años. Cuando se convierte en su secretario general contaba con 23. Su hermano argentino, Robi Santucho, tenía 29 años cuando se funda el PRT y apenas llegaba a 40 cuando muere de igual manera que Miguel. Ernesto ni siquiera había cumplido los 40 cuando fue asesinado por órdenes de la CIA y el Ejército boliviano en La Higuera. Toda una generación latinoamericana de jóvenes que no pidieron permiso para pensar, para cuestionar, para hablar, para estudiar, para militar y actuar, para amar. ¿Por qué tres décadas después las nuevas generaciones van a tener que presentarse sumisamente, esperando la palmadita en la espalda, para recién allí abrir la boca? A pesar de su escandalosa juventud, Miguel se animó a desoír los consejos “realistas” y a cuestionar a los “experimentados” reformistas de su tiempo. Hay que aprender de su ejemplo...
El doble desafío
La práctica política del MIR y de Miguel Enríquez ubicaron en el centro del debate la doble tarea que los revolucionarios tienen por delante si pretenden lograr eficacia en su accionar contra el sistema capitalista: crear, construir y desarrollar la independencia política de clase y, al mismo tiempo, la hegemonía socialista.
En la historia latinoamericana, quienes solo pusieron el esfuerzo en la creación y consolidación de la independencia política de clase, muchas veces quedaron aislados y encerrados en su propia organización. Generaron grupos aguerridos y combativos, militantes y abnegados, pero que no pocas veces cayeron en el sectarismo. Una enfermedad recurrente y endémica por estas tierras. Quienes, en cambio, privilegiaron exclusivamente la construcción de alianzas políticas e hicieron un fetiche de la unidad a toda costa, con cualquiera y sin contenido, soslayando o subestimando la independencia política de clase, terminaron convirtiéndose en furgón de cola de la burguesía (“nacional”, “democrática” o como quiera llamársela), cuando no fueron directamente cooptados por alguna de sus fracciones institucionales.
Una de las grandes enseñanzas políticas de Miguel y de todos aquellos y aquellas que entregaron su vida por el sueño más noble de todos los que podamos imaginar, la creación del socialismo, es que hay que combinar ambas tareas. No excluirlas sino articularlas en forma complementaria y hacerlo, si se nos permite el término —que ha sido bastardeado y manipulado hasta el límite—, de modo dialéctico. Es decir, que nuestro mayor desafío consiste en ser lo suficientemente claros, intransigentes y precisos como para no dejarnos arrastrar por los distintos proyectos burgueses en danza —sean ultrarreaccionarios o “progresistas”— pero, al mismo tiempo, tener la suficiente elasticidad de reflejos como para ir quebrando el bloque de poder burgués y sus alianzas, mientras vamos construyendo nuestro propio espacio autónomo de poder. Y eso no se logra sin construir alianzas contrahegemónicas con las diversas fracciones de clases explotadas, oprimidas y marginadas.
No confiar en el imperialismo pero... ni un tantito así
Miguel y sus compañeros también contribuyeron a esclarecer la necesaria e íntima imbricación entre las luchas populares de los movimientos sociales latinoamericanos —desde las reivindicaciones más elementales de las poblaciones hasta las más elevadas como la lucha por el socialismo— con la cuestión del antimperialismo. No puede haber en nuestra América ni ejercicio de la democracia real, si soberanía nacional genuina ni socialismo auténtico que no se plantee al mismo la lucha antimperialista. No son “etapas” rígidas y distintas ni aspectos escindibles. Son fases de un mismo proceso de lucha.
Ese pensamiento tan característico de Miguel también resulta aleccionador para los debates teóricos y políticos contemporáneos. Tanto frente a quienes reducen las luchas latinoamericanas actuales únicamente a la contradicción entre imperialismo y nación (negando cualquier otro tipo de contradicción en el medio) como frente a quienes, en el polo opuesto, pretenden enterrar por decreto filosófico posmoderno la existencia de la dependencia, del imperialismo y de su dominación guerrerista y genocida.
Un buen ejemplo de la primera posición lo constituyen aquellas corrientes que apoyan el actual proceso de lucha y resistencia antimperialista de Venezuela, pero tratando por todos los medios de frenar dicho proceso, de “aconsejar” a Hugo Chávez y su movimiento bolivariano que lo mejor sería de aquí en más optar por la estrategia de una supuesta “tercera vía” —ni capitalismo neoliberal ni tampoco socialismo.
Un ejemplo sumamente expresivo del otro polo de la ecuación lo constituyen aquellos otros que, seducidos por la promoción mediática de libros como Imperio de Negri y Hardt, creen ilusoriamente que hoy las banderas y las tareas antimperialistas ya están viejas, ya no sirven, pues pertenecen al pasado de los dinosaurios de izquierda.
Miguel Enríquez nos enseña —no solo a las hermanas y hermanos chilenos sino a todas y todos los latinoamericanos— que no habrá “democracia radical” ni democracia real, ni socialismo ni independencia nacional duradera sino se lucha y confronta al mismo tiempo contra el imperialismo. Este último sigue existiendo, está vivito y coleando, y cada día, más allá de la frivolidad de la literatura posmoderna y posestructuralista a la moda, se vuelve más agresivo y guerrerista que nunca antes en la historia.
¿Burguesías progresistas? ¿Capitalismos nacionales?
Miguel, siguiendo fielmente las enseñanzas del Che, siempre descreyó del “progresismo” discursivo de las burguesías vernáculas y de su supuesta capacidad para enfrentar realmente al imperialismo. Él había llegado a la conclusión, como muchos de los compañeros de su generación, que las burguesías autóctonas son parte funcional del engranaje de dominación, aun cuando utilicen los fuegos de artificio verbales, seudo nacionalistas y seudodemocráticos, para institucionalizar las protestas y neutralizar toda disidencia radical.
Seamos sinceros. Preguntémonos con una mano en el corazón: ¿Qué pensaría actualmente Miguel Enríquez de Lagos? ¿Y de Kirchner?
Enfrentando ideológicamente a quienes se proponían tejer alianzas con la burguesía “nacional” y sus expresiones institucionales, Miguel creía que el sujeto de las transformaciones sociales latinoamericanas no podían ni debían ser los “empresarios buenos”, aquellos que producen, por oposición a los “empresarios malos”, los que especulan. No hay capitalismo bueno y capitalismo malo, capitalismo con rostro humano y capitalismo con cara monstruosa. Hay capitalismo. Hay imperialismo. Miguel lo sabía perfectamente. Nunca se confundió.
Polemizando con quienes promovían un proceso rígido de etapas separadas para la revolución chilena, Miguel sostenía que la lucha por el socialismo no podía quedar relegada para un más allá inescrutable y lejano. Si bien el socialismo no puede hacerse por decreto y en forma repentina, cuando a cada uno se le dé la gana, tampoco debe ser reemplazado en nuestra lucha únicamente por “la democracia”, por más progresista que esta fuera, o por la muchas veces genérica e indeterminada “liberación”.
Con el corazón y las entrañas en Cuba y la cabeza en el propio país
Miguel, como muchos otros miembros de esa familia de revolucionarios continentales que mencionamos al comienzo, también nos dejó una lectura creadora, inteligente y antidogmática de la Revolución cubana. Aunque amaba a Cuba —tanto como nosotros— y visitó numerosas veces la Isla rebelde que todavía hoy desafía a Goliat, se negó a transformar la adhesión al proceso de lucha y resistencia continental abierto por la Revolución cubana en una fórmula cristalizada. Nada más ajeno al pensamiento político de Fidel y el Che que un dogma cosificado.
Al mismo tiempo el MIR, bajo liderazgo de Miguel, supo combinar la defensa intransigente de la herencia insumisa de Fidel y el Che con una política específica para el propio país, que tuviera en cuenta la dinámica que asume la lucha de clases interna y la batalla antimperialista en la propia sociedad. Nada más lejano del espíritu antidogmático de la revolución inspirada en José Martí que confundir las necesidades diplomáticas del estado cubano —impuestas por el bloqueo y la geopolítica del imperialismo— con la política específica que deben llevar adelante las fuerzas revolucionarias dentro de cada país latinoamericano.
Miguel y sus compañeros fueron entusiastas defensores del socialismo. Jamás se dejaron arrastrar, pero ni por un solo segundo, al anticomunismo disfrazado de “progresismo”. Tenían la brújula bien puesta y en su lugar. No obstante, marcaron serias distancias frente a los regímenes del llamado “socialismo real” del Este europeo. Un buen ejemplo de esto puede corroborarse leyendo la declaración que el MIR publica rechazando en 1968 la invasión soviética a Checoslovaquia.
La solidaridad internacionalista no podía ser motivo para apoyar posiciones indefendibles.
¡Cuánta lucidez! ¡Qué falta nos hace hoy, cuando más de uno pretende encubrir su completa subordinación política a diversos gobiernos burgueses seudoprogresistas y proyectos económicos dependientes apelando —para legitimarse— al nombre de Cuba o, más recientemente, al de Venezuela. Hace mucho tiempo Miguel había advertido la falacia implícita en ese tipo de operación política que utiliza mezquinamente el prestigio de Cuba para hacerse autopropaganda y autobombo. La mejor manera de defender del imperialismo a Cuba y su hermosa Revolución es luchando contra el imperialismo y por la revolución en cada país y en todo el mundo.
¿Por qué cayó el compañero Salvador Allende?
"Yo no me muevo de aquí [Palacio de la Moneda,día del golpe de estado], cumpliré hasta mi muertela responsabilidad de presidente que el pueblo meha entregado. Ahora es tu turno Miguel…".
Salvador Allende
(Testimonio de su hija Beatriz Allende)
Uno de los elementos más polémicos y discutidos que han rodeado el nombre del MIR y de Miguel Enríquez tiene que ver con el derrocamiento de Allende.
Miguel explicaba pacientemente que la caída del compañero Salvador Allende —ambos se tenían un profundo y merecido respeto personal— no fue obra de dos supuestos “extremos”. O, para decirlo en el típico lenguaje de la derecha argentina, de “dos demonios”. Por un lado, el demonio de la extrema derecha autoritaria: Pinochet y sus FFAA, comandados por EE.UU. Por el otro, el demonio de la extrema izquierda, impaciente e infantil: el MIR, los cordones obreros industriales, las tomas de tierras, etc.
¡No! Esa leyenda que algunos segmentos de la izquierda europea se encargaron interesadamente de propagandizar —para así legitimar el “compromiso histórico”, por ejemplo en Italia, con la Democracia Cristiana— no era realista.
Las fuerzas revolucionarias que empujan y actúan para profundizar los procesos populares no son la causa de la represión o las derrotas cuando ellas ocurren. Miguel Enríquez, como el Che Guevara, no se cansaba de repetirlo: las transformaciones que no avanzan, retroceden y caen. La Revolución cubana pasó a la historia porque eligió el camino inverso de la claudicación. Cuando en Cuba la derecha presionaba y el imperialismo se endurecía, Fidel Castro apretó el acelerador. Hoy Venezuela se encuentra ante la misma disyuntiva histórica. Errónea lectura realizan aquellos que quieren extraer como corolario de Venezuela la peregrina idea de que Chávez debe recurrir a un tercer camino intermedio entre el neoliberalismo y una perspectiva antimperialista de socialismo.
Miguel planteaba, una y otra vez, que la verdadera fuerza del gobierno de Allende, radicaba en el poder autónomo de la clase obrera y el pueblo pobre. Grave equivocación —trágica, sangrienta, incluso para los mismos que la propiciaban— la de creer que cediendo terreno a los militares chilenos, incluso incorporándolos al gabinete de la Unidad Popular, se iba a detener el golpe. Hoy ya todo está claro. Pero Miguel y su corriente lo plantearon en aquella época, mientras estaba sucediendo.
Cabe aclarar que cuando Miguel hablaba de “poder autónomo” no quería decir poder contra Allende, todo lo contrario. Poder autónomo significaba poder independiente del estado burgués y sus instituciones políticas de dominación “democrática”.
¿Cambiar el mundo sin tomar el poder?
A lo largo de su corta e intensa vida política Miguel siempre destacó en primer plano la cuestión del poder. Ese es el primer problema de toda revolución. En tiempos de Allende y en nuestra época.
¡Cuanta vigencia tienen hoy sus reflexiones! Sobre todo cuando en algunas corrientes del movimiento de resistencia mundial contra la globalización capitalista han calado las erróneas ideas de que “no debemos plantearnos la toma del poder”. Erróneas ideas que vuelven a instalar, con otro lenguaje, con otra vestimenta, con otras citas prestigiosas de referencia, la añeja y desgastada estrategia de la “vía pacífica al socialismo” que tanto dolor y tragedia le costó al pueblo de Chile. En primer lugar, al heroico y entrañable compañero Salvador Allende, honesto y leal propiciador de aquella estrategia.
Existe un hilo —no rojo, sino más bien amarillo— de continuidad entre: (a) aquella doctrina soviética promocionada desde Moscú a partir de 1956 de la “transición pacífica al socialismo” (nacida junto con la doctrina de la “coexistencia pacífica” con el imperialismo); (b) la doctrina eurocomunista del “compromiso histórico” con el estado burgués y sus instituciones; (c) la estrategia del “camino pacífico —sin tomar el poder— al socialismo” experimentada en Chile a partir de 1970 y (d) la actual renuncia a toda estrategia de poder.
Entre (a), (b), (c) y (d) hay denominadores comunes, las raíces políticas son convergentes. Aunque en nuestros días esa vieja doctrina se presenta en una bandeja teóricamente más atractiva, de modo mucho más pulido y seductor (cargada de términos libertarios, por ejemplo, o apelando a la indeterminación de una genérica “sociedad civil”) que la impresentable y tosca doctrina soviética de 1956 o la endeble doctrina institucional italiana de los ’70.
Por eso mismo, volver a rescatar la reflexión política de Miguel Enríquez sobre el problema del poder, realizada no desde un Estado burocrático envejecido ni desde un cómodo sillón académico universitario, sino desde una práctica política vivida al máximo de intensidad en los años de la gran esperanza chilena, constituye un elemento de aprendizaje insustituible e imprescindible para las nuevas generaciones de militantes.
Polémica, respeto, diversidad y unidad
A la hora de pensar el poder y de tratar de salvar a Allende del golpe de estado, Miguel supo ver algo que no siempre está a la vista: el carácter de clase del estado burgués. Detrás de las declaraciones “constitucionalistas” de las Fuerzas chilenas de Seguridad, había una clase social enemiga irreconciliable del socialismo, sea del moderado o del radical. De todo socialismo. Miguel no se dejó engatusar por la profesión de fe “democrática” o “nacional” de los militares del régimen, educados en las Escuelas norteamericanas de contrainsurgencia. Los asesinos de Chile, sus asesinos.
Pero, leído aquel proceso de discusiones políticas desde hoy en día, resulta interesante observar que Miguel polemizaba con las corrientes chilenas más proclives al reformismo —las que en la práctica no veían el carácter de clase del poder del estado, aunque sí lo hicieran en el discurso teórico— de modo sumamente respetuoso.
Aunque algunos de sus dirigentes injuriaban afirmando que los militantes del MIR tenían “una cabeza calenturienta” (sic) o, incluso, después de septiembre de 1973, difundieron por Europa la ya mencionada versión de que el golpe de Pinochet y la caída del gobierno de la Unidad Popular fue posible gracias a “la ultraizquierda del MIR”, Miguel mantuvo la calma, la serenidad y la altura propia de un revolucionario. Sabía perfectamente que no se trataba de “refutar” esas infamias, que pretendían esconder con un malabarismo verbal el fracaso rotundo de la estrategia reformista y la tragedia de haber intentado implementar en América Latina la teoría soviética-eurocomunista del “tránsito pacífico” al socialismo dejando intacta la institucionalidad burguesa.
En lugar de contestar insulto con insulto, infamia con infamia, la tarea era sumar, incluso a los reformistas. El desafío consiste en construir la unidad imprescindible de las izquierdas para derrocar a la dictadura y abrir un camino para la revolución socialista.
Miguel y sus compañeros del MIR sabían distinguir entre el militante ganado por el reformismo y su línea política. El problema es la línea, la táctica y la estrategia. Un mismo militante puede defender las posiciones más mediocres y pusilánimes a partir de una línea reformista como las tareas más heroicas a partir de una línea revolucionaria. Por lo tanto, no tenía sentido —ni lo tiene hoy— insultar a un compañero o a una compañera de otra organización con la que se comparte la lucha. El debate debe ser político, no personal. Debe apuntar a explicar, argumentar y convencer con respeto, no a lastimar ni a ofender.
El desafío es superar los sectarismos y construir entre todos y todas, reuniendo las diversidades, el gran sueño compartido de un Chile socialista, de una Argentina socialista, de una América Latina socialista, de un mundo socialista.
Otro mundo es posible y necesario: el mundo socialista. El mundo por el que Miguel Enríquez y sus compañeros dieron generosamente la vida.
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www.lajiribilla.cu/2004/n174_09/174_17.html
Septiembre de 2004
Septiembre de 2004